— “Me da tristeza, me dijo, que la
parte americana sea tan pobre”. Y en efecto, hacían falta muchas notables obras
chilenas argentinas, venezolanas, colombianas, ecuatorianas y, con
especialidad, centro-americanas. Recuerdo que entre los libros de Guatemala
encontré algunos de autores cubanos. Batres Montufar, el príncipe de los
conteurs en verso, estaba allí; pero no García Goyena, el egregio fabulista,
honra de la América Central, aunque nacido en el Ecuador.
Pasamos luego a un gran salón donde
están los retratos de los presidentes del Perú, destacándose entre ellos el del
General Cáceres, en su caballo guerrero de belfo espumoso y brava estampa.
Vi también el de aquel indio
legendario que, correo de guerra, tomado por el enemigo, se comió las cartas
que llevaba, antes que entregarlas, y murió fieramente. Palma me explicaba
todo, complaciente, afable, citando nombres y fechas, basta que volvimos a su
oficina, donde llama la atención, en una de las paredes, un gran cuadro,
formado con billetes de banco y sellos de correo peruanos.
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Mientras él me hablaba de sus nuevos
trabajos, y de que pensaba entrar en arreglos con un editor de Buenos Aires,
para publicar una edición completa de sus tradiciones, yo recordaba que, en el
principio de mi juventud, me había parecido un hermoso sueño irrealizable estar
frente a frente con el poeta de Armonías, de quien me sabía desde niño aquello
de
¡Parto, oh patria, desterrado!
De tu cielo arrebolado
mis miradas van en pos.
De tu cielo arrebolado
mis miradas van en pos.
Y en la estela
que riela
sobre la faz de los mares,
¡ay! envío a mis hogares
un adiós;
que riela
sobre la faz de los mares,
¡ay! envío a mis hogares
un adiós;
y con el autor de tanta famosa
tradición, cuyo nombre ha alabado la prensa del mundo, desde El Fígaro de
París hasta el último de nuestros periódicos. Y veía que el ogro no era tal
ogro, sino un corazón bondadoso, una palabra alentadora y lisonjera, un
conversador jovial, un ingenio en quien, con harta justicia, la América ve una
gloria suya.
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En sus juicios literarios se dejan
ver sus conocimientos del arte y su fina percepción estética. Él es decidido
afiliado a la corrección clásica, y respeta la Academia. Pero comprende y
admira el espíritu nuevo que hoy anima a un pequeño, pero triunfante y soberbio
grupo de escritores y poetas de la América Española: el modernismo. Conviene a
saber: la elevación y la demostración en la crítica, en la prohibición de que
el maestro de escuela anodino, y el pedagogo chascarrillero penetren en el
templo del arte; la libertad y el vuelo, el triunfo de lo bello sobre lo
perceptivo, en la prosa; y la novedad en la poesía: dar color y vida y aire y
flexibilidad al antiguo verso, que sufría ankilosis, apretado entre tomados
moldes de hierro. Pero eso él, el impecable, el orfebre buscador de joyas
viejas, el delicioso anticuario de frases y refranes, aplaude a Díaz Mirón, el
poderoso, y a Gutiérrez Nájera, cuya pluma aristocrática no escribe para la
burguesía literaria, y a Rafael Obligado, y a Puga y Acal, y al chileno
Tondreau, y al salvadoreño Gavidia, y al guatemalteco Domingo Estrada. Deleita
oír a Palma tratar a asuntos filosóficos y artísticos, porque se advierte que
en aquel cuerpo que se halla a las puertas de la ancianidad, correa una sangre
viva y joven, y en aquella alma arde un fuego sagrado, que se derrama en
claridades de nobilísimo entusiasmo.
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