lunes, 15 de agosto de 2016

Rubén Darío escribió sobre Ricardo Palma: es el primer limeño de Lima parte II

— “Me da tristeza, me dijo, que la parte americana sea tan pobre”. Y en efecto, hacían falta muchas notables obras chilenas argentinas, venezolanas, colombianas, ecuatorianas y, con especialidad, centro-americanas. Recuerdo que entre los libros de Guatemala encontré algunos de autores cubanos. Batres Montufar, el príncipe de los conteurs en verso, estaba allí; pero no García Goyena, el egregio fabulista, honra de la América Central, aunque nacido en el Ecuador.
Pasamos luego a un gran salón donde están los retratos de los presidentes del Perú, destacándose entre ellos el del General Cáceres, en su caballo guerrero de belfo espumoso y brava estampa.
Vi también el de aquel indio legendario que, correo de guerra, tomado por el enemigo, se comió las cartas que llevaba, antes que entregarlas, y murió fieramente. Palma me explicaba todo, complaciente, afable, citando nombres y fechas, basta que volvimos a su oficina, donde llama la atención, en una de las paredes, un gran cuadro, formado con billetes de banco y sellos de correo peruanos.
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Mientras él me hablaba de sus nuevos trabajos, y de que pensaba entrar en arreglos con un editor de Buenos Aires, para publicar una edición completa de sus tradiciones, yo recordaba que, en el principio de mi juventud, me había parecido un hermoso sueño irrealizable estar frente a frente con el poeta de Armonías, de quien me sabía desde niño aquello de
¡Parto, oh patria, desterrado!
De tu cielo arrebolado
mis miradas van en pos.
Y en la estela
que riela
sobre la faz de los mares,
¡ay! envío a mis hogares
un adiós;
y con el autor de tanta famosa tradición, cuyo nombre ha alabado la prensa del mundo, desde El Fígaro de París hasta el último de nuestros periódicos. Y veía que el ogro no era tal ogro, sino un corazón bondadoso, una palabra alentadora y lisonjera, un conversador jovial, un ingenio en quien, con harta justicia, la América ve una gloria suya.
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En sus juicios literarios se dejan ver sus conocimientos del arte y su fina percepción estética. Él es decidido afiliado a la corrección clásica, y respeta la Academia. Pero comprende y admira el espíritu nuevo que hoy anima a un pequeño, pero triunfante y soberbio grupo de escritores y poetas de la América Española: el modernismo. Conviene a saber: la elevación y la demostración en la crítica, en la prohibición de que el maestro de escuela anodino, y el pedagogo chascarrillero penetren en el templo del arte; la libertad y el vuelo, el triunfo de lo bello sobre lo perceptivo, en la prosa; y la novedad en la poesía: dar color y vida y aire y flexibilidad al antiguo verso, que sufría ankilosis, apretado entre tomados moldes de hierro. Pero eso él, el impecable, el orfebre buscador de joyas viejas, el delicioso anticuario de frases y refranes, aplaude a Díaz Mirón, el poderoso, y a Gutiérrez Nájera, cuya pluma aristocrática no escribe para la burguesía literaria, y a Rafael Obligado, y a Puga y Acal, y al chileno Tondreau, y al salvadoreño Gavidia, y al guatemalteco Domingo Estrada. Deleita oír a Palma tratar a asuntos filosóficos y artísticos, porque se advierte que en aquel cuerpo que se halla a las puertas de la ancianidad, correa una sangre viva y joven, y en aquella alma arde un fuego sagrado, que se derrama en claridades de nobilísimo entusiasmo.

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