Se enteró Palma de la infausta nueva plena actividad revolucionaria; el
país se había levantado contra Pezet, protestando por el Tratado de
Vivanco-Pareja, pactado con España, y uno de los principales jefes de la
protesta armada era el prócer liberal, don José Gálvez. Palma sirvió a sus
órdenes, consecuente con el antiguo caudillo y sus doctrinas. Triunfó la
revolución, y asumió el poder, declarándose dictador, el coronel don Mariano
Ignacio Prado, que contó, en su iniciación gubernamental, con uno de los
mejores gabinetes de nuestra historia republicana. Gálvez, encargado del
Ministerio de Guerra, nombró a Palma jefe de sección.
La escuadra española bloqueaba el puerto y los defensores, ardorosos y
resueltos, armaban baterías. La palabra reivindicación, empleada por un absurdo
comisario regio, Salazar y Mazarredo, al ocupar las islas de Chincha, tuvo,
como lógicamente había de suceder, consecuencias deplorables. La ambigua
desautorización del gobierno español y las concesiones del peruano, repudiadas
por la vehemencia del sentimiento nacional, con el que fraternizaron repúblicas
vecinas, colocó frente a frente, en lucha estéril, a la secular monarquía y a
las jóvenes democracias. El Perú fue el paladín.
En preparativos bélicos transcurrió
el mes de abril; hacia el final, el 25 o 26, el ministró llamó a Palma a su
despacho.
– Lo espero a usted esta tarde en mi
casa -le dijo.
– Lleve los papeles del ministerio y
su maleta de mano; nos vamos al Callao en el tren de cinco. Aquí, la política
estorba. He decidido no regresar a Lima hasta que esto no concluya y lo
necesito a usted a mi lado.
A la hora convenida llegó Palma a la
residencia de don José Gálvez, en la calle de Plumereros. Sereno y cariñoso se
despidió Gálvez de su mujer afligida, de sus hijos pequeños; no volvería a
verlos.
En el Callao se trabajaba
febrilmente; la presencia del ministro y su actividad organizadora aumentaban
el entusiasmo y mantenían el orden. Así se llegó al 2 de mayo, día del combate.
Gálvez lo dirigía desde la torre de la Merced.
Como once años cuando naufragó la
fragata Mercedes, una providencial casualidad preservaba de la muerte a Ricardo
Palma.
– A usted le toca trasmitir las
noticias a Lima- dijo a Palma.- Vaya al telégrafo; también ahora está allí su
puesto – concluyó, aludiendo el asalto a la casa de Castilla.
Salió el escritor de las baterías,
encaminándose al centro de la población hacia el local del telégrafo; acababa
de entrar en éste cuando el espantoso ruido de una explosión, acompañado de
fuerte sacudimiento, estremeció a la ciudad; había estallado el polvorín de la
torre de la Merced; allí pereció Gálvez. Como once años cuando naufragó la
fragata Mercedes, una providencial casualidad preservaba de la muerte a Ricardo
Palma.
Al caer la noche se retiró la armada
española con los barcos averiados, pero ufanándose de haber bombardeado la
plaza; no menos ufanos, los peruanos, proclamaban que de sus baterías partieron
los últimos disparos. De combate tablas calificó Palma al del 2 de mayo de
1866. (RPPC, Ricardo Palma, 2014)
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